Quemuenchatocha, Zaque de Hunza tenía
un gran amigo llamado Baganique, señor de gran riqueza, generoso y noble, que
cultivaba chizos (ciruelos silvestres) para aromar sus dehesas. Entre los
muchos hijos de Baganique, tenía especial predilección por uno de ellos,
Pacanchique a quien él mismo le había buscado compañera. Nagantá se llamaba la
bella prometida; de negros ojos grandes, de tez morena, de menudos y blancos
dientes.
Quemuenchatocha celebraba una gran
función en Hunza. Los caciques y grandes señores, toda la nobleza chibcha,
llegaba a la capital del imperio, en enfilada romería por caminos y trochas,
poniendo un festón de puntos suspensivos sobre la desnudez de los barrancos
tunjanos. Por la senda descendía la corte de Baganique, Pacanchique y su
prometida, sin que ningún presentimiento inquietara el corazón de los jóvenes
amantes. Al día siguiente se inició el festejo, con la adoración a Sua.
Quemuenchatocha de rodillas sobre las
sagradas piedras de los cojines de Tunja, extendió los brazos e inclinó la
frente, cuando por el Oriente apareció envuelto en el dorado ropaje del
amanecer, el disco solar soberbio y majestuoso regando fulgores sobre los
adormecidos bohíos de la noble Hunza. El pueblo seguía el ejemplo del Soberano,
en su homenaje a Sua. Nagantá que estaba cerca, sintió miedo al recibir los
rayos punzantes, que no eran los tibios de las caricias del sol, y cuando
levantó la frente sintió que eran las fieras miradas de Quemuenchatocha.
Siguieron los festejos, pero en todas
partes Nagantá siempre perseguida por la brutal mirada de Quemuenchatocha, que
como trágica sombra solo miedo y espanto llenaba su corazón. Con la terminación
de la fiesta, traía ya el consuelo del regreso, cuando surgió la orden de
retenerla, en los aposentos del zaque; había sido escogida como esposa de
Quemuenchatocha. Inmenso honor que le dispensaban los dioses, dejando al pobre
Pacanchique, que silenciosamente sacrificara su amor a los designios supremos.
Con las luces de la tarde Baganique y
su hijo regresaron cabizbajos y mudos rumbo a su cercado. Pacanchique,
rompiendo el silencio, habló a su padre para increparle, ¿por qué siendo
también de la nobleza, permitía que así se destrozara la vida de un hijo,
arrebatándosele la prometida? El anciano Baganique meditaba y pensaba quizá, en
la mucha razón de estos reclamos, como si hubiera querido, que ni el viento
oyera sus palabras, largamente le habló al oído y ambos a las últimas luces del
día, se dieron a arrancar del pantano, que fecundaba esas tierras legendarias,
hojas de una hierba desconocida.
Al igual que la noche Pacanchique
bajaba otra vez el cerro de Soracá, mientras su padre, sentado a la vera del
camino, esperaba impaciente los acontecimientos. La paja de los bohíos de Hunza
empezaba a platearse por la luna, y el silencio velaba el sueño de la bella ciudad.
Pacanchique agazapado, cruzó el triple
cercado del bohío real, prisión de Nagantá. Llegó hasta ella, que llorando
miraba el rayo lunar, que festonaba la puerta de comunicación a los aposentos
del Zaque. Pacanchique la tomó en los brazos “es tiempo de marcharnos” le
decía, tu juventud y belleza no es para sacrificarlas a un monstruo. Mi padre
nos espera, en las orillas del Guaía y allá está nuestra ventura y felicidad”.
“No insistas... no puedo” le contestó
ella, son inútiles tus súplicas. Los dioses han querido santificar mi vida y
desde hoy solamente a mi Soberano pertenezco, por la divina gracias de su real
clemencia...”
“La noche está muy clara, le dijo
Pacanchique, pon tu cabeza aquí sobre mi corazón, ya que yo sabré alivianar tus
temores y acallar tus palabras de protesta...” Y mientras besaba los cabellos
de la mujer, simulando acariciarla, le llevó a la nariz la mano en que tenía
estrujadas, por la angustia, las hojas misteriosas. Nagantá empezó a
desfallecer, languidecía como una flor tronchada y el efecto sedante del
narcótico la adormeció. El bizarro mancebo la alzó en los brazos y marchó con
ella, mientras dejaba que atrás el viento desgranara su canción y las caricias
sobre el desnudo lomo de los barrancos tunjanos. Baganique esperaba, cuando
llegó el hijo con Nagantá adormecida. El olor de otra hierba misteriosa le
devolvió la fuerza y el amor perdidos. La luna brillaba más y fue la compañera
de los tres, en el viaje de regreso a los bosques.
Con el nuevo día llegó un nuevo dolor.
El cruel Quemuenchatocha había ordenado la recuperación de la Doncella y un
ejemplar castigo a los raptores. En los bosques de ciruelos de Baganique se
celebraban las nupcias de la bella Nagantá y Pacanchique. Cuando felices
horizontes se abrían a esas vidas juveniles, los emisarios del Zaque segaron
para siempre la inocente ventura. Pacanchique huyó, pero Nagantá y Baganique
atados como criminales fueron llevados a presencia del Zaque. Inútiles fueron
las protestas y vanas las apelaciones a la amistad de los dos viejos amigos, la
suerte estaba echada y días después en la Loma de Los Ahorcados, desde donde
siglos antes Hunzahúa maldijo a la ciudad, dos trágicos péndulos se balanceaban
señalando la hora final del Reino chibcha, el cuerpo cargado de años del noble
Baganique, cultivador de ciruelos y último cacique de Ramiriquí y el tembloroso
y palpitante de vida de la bella Nagantá.
Las fuerzas españolas buscaban ya el
dorado, en las tierras del Hunza. La avanzada de Gonzalo Jiménez de Quezada
llegaba a territorios del Cacique Baganique, y cuando desorientado, buscaba el
sendero al desconocido y buscado paraíso, un indio joven ofreció entregar todo
el oro que quisieran y la persona del cruel Quemuenchatocha. Era Pacanchique
quien vengaba la vida de su padre y comprometida.
Disfrazado de soldado condujo a los
españoles a Hunza y les entregó al Zaque. Profundamente herido y huérfano de
todos los amores de la vida, increpó al Soberano sus delitos, recogiendo de sus
labios la valerosa frase de: “en mi voluntad nadie manda”, con que el último
mandatario chibcha inició su orgulloso mutismo, mientras todavía pendían de las
horcas los esqueletos de muchos ajusticiados.
La entrega del Zaque no fue suficiente
para desterrar el odio y la venganza de Pacanchique, reveló también a los españoles,
la existencia del Templo del Sol en Suamox. Recogidos los tesoros de Hunza,
siguieron a la ciudad sagrada y solo dos días habían transcurrido, cuando el
gran Templo empezó a consumirse por las llamas, pereciendo en ellas el sumo
Sacerdote de Iraca. Los fulgores de ese incendio a manera de una llamarada de
guerra, convocó a los caciques comarcanos, en tierras del Tundama, donde
ejércitos indígenas quisieron encerrar a los invasores profanadores de los
templos y cuando docenas de soldados españoles regresaban a Hunza, miles de
indígenas pretendieron cercarlos en las llanuras de Bonza; jefes chibchas con
vistosas coronas de plumas dirigían el combate, pero sus flechas fueron
impotentes ante las lanzas españolas y los cascos de los caballos, como por sobre
alfombra pasaron triturando los cuerpos de los indígenas, sembrando el terror,
la desesperación y la derrota.
Las sombras de la tarde completaron la
tragedia, Pacanchique en nostalgia de su antigua nobleza se despojó de la
vestimenta española; arrojó lejos la lanza que no sabía manejar; quitó la
corona de plumas a uno de los muertos para colocarla en sus sienes; y se armó
de flecha; enarcado el cuerpo, se disponía a dirigir el dardo contra un grupo
de sus hermanos fugitivos, cuando un soldado español sin reconocerlo le clavó
la lanza en la espalda. Caído besó la tierra de sus mayores que había
traicionado y renegado con su propia sangre, no pudo detener la muerte ni aún
agarrándose a las hierbas del suelo sagrado de su patria.
Así cayó el Imperio de los chibchas por
la tiranía del último Zaque ¡La eterna historia y la eterna lucha contra la
crueldad y el despotismo! Fue un brote de soberbia, la explosión de un corazón
herido, que buscó en el odio, y la traición el derecho a la libertad de amar.